Desde hace tiempo vengo aplicando lo que he considerado en denominar el ‘método Mario Vargas Llosa’. Como todo el que lea esto sabrá, el escritor peruano, premio Nobel de Literatura, es un genio, uno de mis escritores favoritos sin duda, amén de otras muchas cosas más que nada tienen que ver con el mundo literario pero que podrían servir de refuerzo a mi método.

El método consiste en, cuando se produce una situación desagradable, pararse a pensar qué haría Mario Vargas Llosa en contraposición con lo que estamos haciendo nosotros. Me refiero a las situaciones cotidianas, claro. Si discuto con mi esposa porque no le gusta la forma en que doblo los calcetines, esto puede generar una espiral de violencia (verbal) porque claro, lejos de cambiar mi forma de doblar los calcetines yo le haré saber que a mí tampoco me gusta la manera en que ella se emplea en esconder los libros que yo estoy leyendo. Como es sabido, estas cosas, en apariencia banales, pueden terminar peor que Puerto Hurraco y ahí es donde entra el ‘método Mario Vargas Llosa’. Trato de imaginar qué haría Vargas Llosa y a partir de ahí dejan de tener sentido los calcetines y la colocación, y la violencia se torna en sonrisa absurda. Si nos aplicamos bien, podemos llegar a usar el ‘método’ varias veces al día y esto va a hacer nuestra existencia más plancetera y feliz. No somos Vargas Llosa, pero podemos imaginar que lo somos.

Tal vez por eso, porque me hubiera gustado ser Vargas Llosa, o García Márquez, o Reverte o Marías, o, ya puestos, incluso Cervantes, uno lee libros como éste. Se impregna de las anécdotas de los grandes para vertebrar el proceso de creación que nunca afrontará. Disfruta conociendo la manera de escribir que tenía uno y la de vivir que tenía el otro. Y de entre todas estas cosas quién sabe si por pura némesis contra la propia inacción o quizás por pura imitación, uno termine escribiendo algo de una maldita vez. Mientras ese momento llegue, el ‘método Vargas Llosa’ me funciona bien para el día a día y no es poca cosa.