A veces tengo la sensación de que transitamos por la vida como si realmente no fuese la verdadera, con ese compás de espera de lo novedoso, con ese halo de inmortalidad, de confianza en el mañana. Anida en mí la sensación de que no vivo la vida verdadera, la de los sueños, la que siempre está por venir. Es un pensamiento fútil, liviano, porque a poco que uno se detenga, y afortunadamente nos detenemos poco, nos damos cuenta de que no existe nada de esto, ni siquiera seríamos capaz de definir esa vida de una manera fidedigna.

Tal vez pensaba en esto cuando comencé a leer esta novelita, y digo novelita por el tamaño, no por la calidad, de esta escritora desconocida para mí, que no sé cómo ni por qué llegó a mi mesita de noche. Pero nada que ver el pensamiento con la maravillosa historia de esta niña que es terrible y fascinante a un tiempo, la narración del descubrimiento de la vida, de tantas cosas descarnadas que siempre se experimentan una primera vez: el miedo, el amor, el deseo, el repudio, la desazón, la esperanza. La vida verdadera, al fin y al cabo, sucede cada día.