Yo no tuve una adolescencia rebelde ni contestataria y quizás sea ese uno de los motivos por los que me va a costar un sobreesfuerzo comprender al hijo mayor, ahora que empieza a entrar de lleno en esa época en la que todo se discute. Es agotador pero también apasionante, es un reto mayúsculo bajarnos de nuestro pedestal de la edad adulta y darnos cuenta de que, aunque creamos saberlo todo, no sabemos en realidad nada. Darnos cuenta de que de poco sirven los destinos que habíamos imaginado, que la vida dibuja los caminos en tiempo real, verdaderamente es así, a pesar de la ilusión que nos conformamos para poder vivir.

Esta novela que me regaló Victoria -me gustaría saber desde qué referencia- habla mucho de eso, de la manera en que la vida atropella nuestras previsiones, de que a veces es tan difícil cumplir con el destino que nos viene marcado como escapar de él. Fue una lectura de verano fascinante, un descubrimiento, la historia de dos excombatientes en la WWII que se encuentran treinta años después en Inglaterra, la historia de la inmigración de un país, del racismo, de los sueños rotos, de las raíces desgarradas, una historia real y actual, fantástica en el fondo y en la forma.

Nada es lo que parece, nada es como pensamos, ni la vida que Samad Iqbal esperaba de sus hijos, ni lo que Archie Jones esperaba de su país o de sus mujeres. Conviene saberlo, los libros nos lo muestran, la vida nos lo oculta a veces pero es preciso tener el coraje de reconocerlo y así dejar de mirar hacia abajo al hijo que va a empezar a dejar de verte, y saber que el mundo que se abre bajo sus pies no va a ser el que uno imaginaba y que eso es algo bueno, increíblemente positivo y maravilloso, hay que tener la valentía de mirar sin juzgar y acompañar y pensar que lo que verdaderamente importa, no está nunca en la superficie, a la vista de todos.