Cuenta la historia de dos familias a lo largo de tres generaciones y con una narración propia de los novelones del siglo XIX trama una historia muy elaborada, que consigue la emoción del lector hasta el último momento.

Pero más allá de la emoción suspensiva, destacaría la emotividad que emana del libro. La evocación de la nostalgia, los amargores del exilio. Esa imagen de uno de los protagonistas regresando a Madrid después de cuarenta años de exilio y sentándose en una terraza a tomar un vermú es todo un derroche de creatividad. La imagen del vermú como representación de todo lo que se había perdido sin perderse, porque en Francia, en el exilio, también había vermú.

El pasaje en el que la segunda generación de una de las familias, nacidos en el exilio, viajan a España y como la odian sin conocerla, como rechazan todo aquello que representa lo que siempre se ha hablado en su casa, la misma historia siempre repetida, la guerra, los buenos, los malos, y cómo al llegar se produce esa evocación chovinista de lo nuestro, la nostalgia de lo que somos, lo que añoramos, lo que somos por más que nunca lo hayamos sido. Esa redención atávica que provocan las raíces.

Las historias de la guerra, de la posguerra, de los años previos a la guerra, Paris, Tolousse, el río Voljov y la división azul. La recreación de aquellos ambientes en las líneas de este libro ha sido para mí un verdadero placer para los sentidos. Por ponerle un defecto, diría que es una historia contada desde el punto de vista de una persona que cree en las ideas republicanas y eso hace que no muestre tal vez una visión totalmente objetiva de la realidad, pero al fin y al cabo es una cuestión menor, sin poder obviar que se trata de una ficción.

Sin duda, una de las grandes novelas que he leído últimamente.