No sé que edad tendría, ocho, diez, doce -el tiempo de la infancia es difuso- cuando mis padres me trajeron una colección de veinte novelas de Julio Verne. Yo la había visto en casa de uno de mis tíos como el que ve un sueño lejano. Había que pedir un crédito al banco, era algo así, las cosas no eran tan sencillas como lo son ahora. Desde que mudé los libros de sitio vuelvo a coger un volumen cada año y releo. Salvando a las archiconocidas, casi nunca recuerdo la historia, es como si la estuviese leyendo de nuevo. He viajado a la isla de los Estados y me he ocultado en el faro, he sentido la soledad del fin del mundo pero sobre todo he recordado aquellas siestas de verano, donde no había tantas distracciones como ahora, había silencio e imaginación. Aventuras por correr. La vida infinita. Por eso quiero regresar a Verne y a esa ajada colección que conservaré hasta el último de mis días porque en ella está el regreso a mi infancia, que conviene siempre tenerlo a mano.