Cuando leía este libro, Almudena estaba viva, ni siquiera sabíamos que llevaba un tiempo batallando contra el cáncer. De Almudena, gracias a Bea y Raúl, dos grandes amigos, conservo un email que da fe de su bonhomía, de su buen corazón. Ese email siempre fue como las penas y alegrías del amor, pena porque me recordaba el fracaso de un proyecto precioso al que tanto tiempo dediqué y al que tanto cariño le puse, y que acabó en la nada. Alegría porque me mostraba la parte real de un ídolo, esa escritora a la que tanto admiré desde que leyese en mi juventud Las Edades de Lulú. Voy, miro el correo, lo releeo cada tanto y me digo, joder, que pena y que alegría. Que pena y que alegría.

Siempre defendía la tesis de que Almudena era la mejora escritora viva de nuestro país, sin duda se convertiría en un clásico de la literatura española y cada libro que sacaba no venía sino a confirmar una teoría que, todo hay que decirlo, tampoco era muy innovadora ni arriesgada. Pero quién iba a pensar en su muerte. Almudena era una de estas mujeres cuya sonrisa invaden el espacio que ocupan. Había escrito tanto y tan bien que había que mirar las fotos para recordar que era todavía una escritora joven, una mujer con mucho futuro. Pero nada de eso es cierto. Se interrumpen las vidas como se interrumpen los días, las alegrías o las penas. De repente nada es como pensábamos, los episodios cesan de súbito y cuesta asimilar que no va a haber nuevos estrenos. Eso es la vida, un cierre de telones sin avisar.

La madre de Frankestein es otra genialidad, a la altura del serial, un capítulo más de esa España áspera y gris que pasó lenta y dura, y que a los que nacimos varias décadas después nos parece ciencia ficción pero no lo es, porque todo el presente puede explicarse en cierta forma si conocemos bien ese pasado. La historia de este país es una incesante repetición. Bastaría con distinguir las claves pero somos ciegos a los ojos del otro.