¿Os acordáis cuando la muerte no era más que un concepto lejano, una figura literaria, un decorado en las películas? Alguna vez nos rozó de lejos y pensamos fugazmente en ella, era algo abstracto que no tenía nada que ver con nosotros y por tanto no nos ocupaba tiempo ni lugar. ¿Qué puede importarle la muerte a aquellos que se sienten inmortales?

Con la misma fugacidad que antes atravesaba el pensamiento pasaron los años y cada vez más, la muerte va perdiendo su condición etérea y se va haciendo casi corpórea. El tiempo nos acorta la distancia con ella y si no la hemos visto de cerca, hemos estado con alguien que la miró a los ojos y poco a poco comienza a ocupar cada vez más nuestro pensamiento, nuestras conversaciones, nuestros miedos.

El día de mi cumpleaños, mi mujer, con extrañas -o tal vez ingenuas- intenciones me regaló este libro que habla de la muerte desde una perspectiva más biológica que esotérica, más científica que filosófica. Una curiosa conversación entre el científico y el escritor que me ha hecho recordar  qué contento me ponía estudiar la química y la biología, cuánto me hubiera gustado ser biólogo, casi tanto como escritor y ya ven, al cabo no fui ni seré ninguna de las dos cosas.

Una lectura de estas que se te atragantan por cuanto aprendes, por cuánto ordena muchas de las enseñanzas que uno ya tenía de alguna forma, por cómo recuerda alguno de los principios básicos de la evolución, y de la ciencia, que confrontan de una manera radical con algunos pensamientos que preestablecemos no sé si como si fueran una especie de inmunidad social. Leí a Arsuaga hace muchos años sobre Atapuerca, pero ahora le he descubierto un perfil distinto, embaucador, fascinante. A Millás lo he leído poco y éste libro me ha despertado la necesidad de leerlo más. La muerte, la muerte al final de todo.