Elena Poniatowska ha sido para mí uno de los grandes descubrimientos del año pasado. No la conocía de nada, a pesar de que tiene una gran trayectoria literaria y vital -tan vasta es mi ignorancia, está bien tenerlo siempre presente-. Su novela «La piel del cielo» es un relato precioso sobre muchas cosas, una pseudo novela de formación en la que se ve el crecimiento de un personaje que ilustra la evolución de la investigación en un país como México, la importancia de cosas tan aparentemente veniales como la astronomía, y cómo un país que es frontera con un imperio, afronta cuestiones que determinarán su futuro, aunque nadie en el presente crea en eso.

El protagonista es el alter ego de Guillermo Haro, un astrónomo mejicano, esposo de Elena, un dato que no debería ser relevante pero lo es, porque es una forma de llegar a la vida de la autora, a su recorrido vital, una historia apasionante de exilios y de huidas. Una niña que estaba destinada a formar parte de la nobleza polaca y que terminó siendo una francesa casi vuelta a nacer en México, defensora acérrima de la mujer y del marginado en un país que tanto lo necesita. Una mujer capaz de elevar el periodismo a aquel lugar majestuoso al que muchos miramos cuando nos enamoramos platónicamente de esta profesión.

Me encantó su novela, me encantó su historia, me encantó su voz, calmada y pausada, en un discurso para el agradecimiento del Cervantes en el que, como hizo toda su vida, trató de dar voz a todas aquellas a quien les fue arrebatada. Qué gran descubrimiento Poniatowska, qué ganas de seguir leyendo sus libros, de seguir pensando que el periodismo debe ser siempre esto, encontrar las grandes historias que deben ser contadas, que por lo general se encuentran en los lugares más pequeños.